miércoles, 28 de abril de 2010

El jardín de mi abuelo

En casa de mis abuelos había un hermoso jardín. No era muy grande, pero a mí me gustaba mucho. Mi abuelo pasaba mucho tiempo cuidando las plantas: las regaba, las podaba, plantaba esquejes, las curaba cuando estaban enfermas... Era un gran experto en plantas. Con él, en su jardín, aprendí a quererlas y a cuidarlas. También aprendí a conocer y a querer a los bichitos, sobre todo los insectos, que vivían en aquel trozo de tierra. El jardín de mi abuelo era como un mundo lleno de aventuras. Todo era posible allí, hasta lo más increíble.
—¡Mira, Martín! ¡Mira! Es una mariquita de siete puntos. Ten cuidado, ¡no vayas a pisarla! Es muy buena para las plantas porque se come el pulgón.
La cogió con mucho cuidado y se la puso en la palma de la mano.
—¿Sabes que las mariquitas de siete puntos son muy presumidas? —decía mi abuelo mientras el bichito desplegaba sus élitros y emprendía el vuelo—. Hace tiempo conocí a una mariquita que todos los días se ponía puntos de un color diferente.
—¿Qué quieres decir con eso, que todos los días cambiaba el color de sus puntos? —pregunté con extrañeza—. Los puntos de las mariquitas siempre son de color negro.
—¡No, Martín, no! Aquella mariquita tenía un armario lleno de puntos de colores y todos los días, cuando se levantaba, decidía, según su estado de ánimo, cuáles se pondría. Si estaba contenta los escogía naranjas o amarillos. Cuando estaba triste, grises o negros. Si estaba muy nerviosa, rojos, y cuando estaba tranquilla, verdes. Antes de escogerlos también pensaba en lo que iba a hacer. Si salía a dar un paseo con su grillo preferido elegía los rosa, que es el color del amor. Si iba a una reunión seria los llevaba lilas y si iba a una fiesta por la noche se ponía uno de cada color, porque decía que quedaba más informal y divertido.
—¿Quieres decir que hacía como las personas cuando escogemos la ropa antes de vestirnos?
—¡Sí! ¿Verdad que no te pones lo mismo cuando vas a la escuela que cuando vas a jugar un partido de fútbol?
¡No, claro!
Pues la mariquita tampoco.
¡Sí, hombre…! ¡Esta historia te la has inventado! —exclamaba yo, y lo miraba incrédulo.
—Lo que te he contado es tan cierto como que dos y dos son siete decía él entonces, muy serio.
En el jardín de mi abuelo había muchos rosales, de muchas familias diferentes, y él se sabía el nombre en latín de todos y cada uno de ellos, pero a mí me gustaba uno en especial porque sus rosas eran de un color rojo intenso, parecían de terciopelo. Crecía en un rincón escondido del jardín.
Legó el 25 de abril, el día de mi cumpleaños, y lo celebramos a lo grande, con una gran fiesta. ¡De postre, mi madre preparó un delicioso pastel de chocolate! Cuando acabé de soplar las velas, mi abuelo se acercó a mí y me dio un sobre.
Toma, Martín, es nuestro regalo, de tu abuela y mío.
En el sobre había unas bolitas muy pequeñas.
—¿Qué es eso? —pregunté con extrañeza.
—Son las semillas de un rosal, aquel que tanto te gusta. Ahora es la mejor época para plantarlo. Si quieres, mañana te ayudaré.
Aquella noche dormí poco, estaba impaciente y quería que el sol se despertara pronto. Guardé mi pequeño tesoro debajo de la almohada, bien protegido para que no le pasara nada.
Al día siguiente madrugué mucho. Hacía un día fantástico y el sol brillaba con fuerza. Unas nubes blancas salpicaban el cielo y la suave brisa las llevaba de un lado a otro. Mi abuelo preparó la tierra para plantar las semillas, estaba mojada por el rocío y, al removerla, desprendía un agradable olor a tierra húmeda. Un olor que, cuando se ha olido una vez, ya no se puede olvidar nunca más.
¿Sabes, Martín? Las plantas se parecen mucho a las personas. Nacen de una diminuta semilla y necesitan agua y alimento para crecer hermosas. Cuando ya son adultas comienzan a sacar capullos que poco a poco van abriéndose y de ellos salen flores. Cuando las flores se han abierto completamente y muestran todos sus pétalos empiezan a marchitarse, van perdiéndolos uno tras otro y acaban muriéndose, como nosotros.
—Haz un pequeño agujero —dijo mi abuelo—, ahora pon las semillas y cúbrelas de tierra. ¡Éste será tu rosal! Tienes que cuidarlo mucho. Ya sabes que las plantas, como las personas y los animales, pueden enfermar. ¿Te he contado alguna vez la historia de la araña que tuvo una enfermedad muy grave? —Dije que no con la cabeza—. Pues escúchame bien.
»Había una vez una araña que tejía unas telarañas preciosas. Estaba muy orgullosa de sus pequeñas obras de arte. Sabía hacerlas hexagonales, cuadradas, redondas y hasta triangulares. Las hacía de punto de cruz, de ganchillo, de calceta... Algunas, de un hilo grueso, eran muy resistentes. En cambio, las de hilo fino eran muy delicadas. A la araña le gustaba probar cosas nuevas, experimentar, y que sus telarañas fueran originales y únicas. Y la verdad es que lo conseguía, le salían de lo más lindas. Todos los animales del jardín la admiraban por su creatividad y cada vez que tejía una nueva tela iban a verla. Era un gran acontecimiento.
»¡Venid, venid a ver la nueva telaraña! ¡Es extraordinaria!, la mejor de todas las que ha hecho hasta ahora.
»Pero un día la araña se levantó muy cansada por la mañana. No sabía qué le pasaba. Las patas no la sostenían y no tenía fuerzas para fabricar más hilo. Ante semejante tragedia fue a visitar al doctor escarabajo, que era una eminencia en toda clase de dolencias y males, y tenía la consulta en la maceta de las hortensias. Después de examinarla con mucho cuidado y con toda minuciosidad, dijo:
»—Eso no tiene buena pinta. Voy a sacarte un poco de sangre para hacer un análisis. —Después, el doctor añadió—: Ven a verme dentro de siete días y te daré el resultado.
»Al cabo de una semana la araña volvió a la consulta del escarabajo, que, con cara de preocupación, le dijo:
»—Tienes anemia.
»—Y eso, ¿qué es? –preguntó la araña, asustada.
»—Pues que le falta hierro. La carencia de este mineral no supone ningún peligro para la vida de los artrópodos, pero ten cuidado con la posología: tomarás una pastilla los días pares y media los días impares. Y eso durante un mes. Si tomas demasiadas pastillas te saldrán manchas rojas en el abdomen y empezarás a oxidarte. Si tomas pocas u olvidas alguna toma te caerán las patas, una a una.
»—¡Eso es terrible! —exclamó, asustada, la araña.
»—Si sigues mis instrucciones, en treinta días te recuperarás y volverás a estar en plena forma.
»La araña cumplió al pie de la letra todo lo que le mandó el doctor escarabajo.»
¿Y qué pasó después? —pregunté, curioso.
—Pues que la araña se recuperó y sus obras de arte continuaron despertando la admiración de todos los habitantes del jardín.
Un día mi abuelo me llamó por teléfono, muy emocionado.
—¡Ven, Martín!, ¡date prisa! Hay algo que quiero enseñarte.
Fui corriendo a su casa. En mi trozo de tierra, un pequeño brote comenzaba a sacar la nariz y a ver el mundo. Abracé a mi abuelo, estaba muy contento. Día tras día mi rosal fue creciendo, buscando la luz del sol. A finales de diciembre, aprovechando las vacaciones navideñas, lo podamos. Había crecido bastante, pero aún no tenía ninguna rosa.
—No seas tan impaciente, Martín. Todo requiere su tiempo.
—Sí, ya, pero... ¡Ay! ¡Me he pinchado el dedo!
—Tienes que ir con cuidado. El rosal da unas flores preciosas, pero si no vigilas puedes pincharte y hacerte daño. Es como la vida —añadió mi abuelo, que de pronto se puso serio—, tiene momentos buenos y maravillosos pero tiene otros tristes y dolorosos.
Desde hacía algún tiempo mi abuelo no se encontraba muy bien. Se cansaba mucho y se olvidaba de las cosas. Entonces bromeaba y decía: «¡Ay, esta cabeza de alcornoque que ya no sirve!» A menudo me pedía que le ayudara a llevar la carretilla con la tierra y que regase las plantas.
—Quizá te falta hierro, como a la araña del cuento –decía yo entonces.
—Tal vez sea eso –contestaba él, no muy convencido.
(…)
Sigue en la próxima semana

sábado, 10 de abril de 2010

Amigo Mundo

Clara vivía en una isla llena de luz, llamada Cerdeña.
Era una niña bonita, con el pelo negro, la piel morena y muchas pecas.
Llevaba una vida tranquila, hecha de días tan jugosos como las cerezas. Cereza tras cereza pasaban el otoño y el invierno y volvía la primavera.
Correteaba si era de día, dormía cuando estaba cansada, le gustaban los cuentos y no le tenía miedo a nada.
Pero un día, su mamá cayó enferma y de repente toda la casa enmudeció.
Nadie gritaba, nadie contaba cuentos pero, sobre todo, nadie decía cuándo se iba a curar mamá.
Clara se asustó. ¿Y si mamá se moría?
No, no. No podía ser. Todavía mamá tenía que comer muchas cerezas con ella. Y contarle cuentos. Se acordó de uno en el que un niño recorría el mundo buscando la flor del mañana, que hacía nacer un día detrás de otro.
Decidió buscar esa flor y ponerla junto a su mamá, para que llegase mañana, y luego otro mañana, y todas las cerezas del mundo.
Una tarde luminosa, se marchó. Siguió un camino con curvas y, sin darse cuenta, se encontró en medio del campo.
El campo era una hermosa mujer cubierta con matas y arbustos, llena de madrigueras y aromas.
—Amiga Campiña —dijo Clara—, ¿sabes dónde está la flor del mañana?
—Yo te lo diré —contestó un escarabajo volador—, pero antes tienes que contarme un cuento.
—Vale, Zumbón —accedió la niña.
Se sentaron y le contó uno de los cuentos que sabía.
Zumbón, muy contento, le dijo:
—¡Qué historia tan bonita! Ven.
Y juntos se fueron al río.
El río era un joven larguirucho, radiante y serpenteante, vestido de burbujas, que jugaba con troncos y guijarros.
Zumbón dejó a Clara que preguntase.
—Amigo río, ¿sabes dónde está la flor del mañana?
—Te lo diré —dijo una mariquita— si me cuentas un cuento.
—Vale, Bolita —accedió Clara.
Acercó su boca a la cabecita de Bolita y le susurró una bonita historia de las muchas que sabía.
Bolita, satisfecha, dijo:
—¡Qué historia tan bonita! Ven.
Clara, Zumbón y Bolita llegaron a la cima de una colina bajo el cielo.
El cielo era un joven muy apuesto, aturdido por la luz, a veces salpicado por nubes y gritos de pájaros.
—Amigo cielo —dijo Clara, que ya se había dado cuenta de qué iba esto—, ¿quién viene ahora?
—¡Yo! —contestó una mariposa volando desde el cielo hasta su nariz.
—¿También quieres que te cuente una historia, Pajarita? —preguntó Clara mirándola con picardía.
La mariposa respondió que sí y quedó encantada al escuchar el cuento.
Entonces, le dijo a Clara: «¡Mira!».
Clara miró: el cielo se lavaba la cara con naranjas, era el atardecer.
—Escuchad, amiguitos —les dijo Clara a sus tres acompañantes—. Conozco los cuentos. Hay que repetir lo mismo siete veces, y a veces más, para conseguir algo. Pero mi mamá está enferma, pronto llegará la noche y necesito la flor del mañana. ¿Podemos saltarnos algunos pasos?
—Para saltarnos algunos pasos —explicó Zumbón— necesitamos a Picasaltos.
Picasaltos, el saltamontes, estaba agotado al final del verano y descansaba tumbado en una hoja.
Aunque se hizo de rogar un poco, al final saltó, con sus largas patas, las pruebas repetidas de los cuentos.
Y así fue como Clara, Zumbón, Bolita, Pajarita y Picasaltos se saltaron siete pasos y siete insectos bajo el manto silencioso de la noche.
La noche era una vieja revieja, vestida de negro como las ancianas del pueblo, con su gran y oscuro chal abierto al cielo cuajado de estrellas.
—Amiga noche, por favor, es muy tarde. ¿Puedes decirme dónde puedo encontrar esta flor?
—¿Para qué la quieres?
—Para mi mamá.
—Y tú, ¿qué me das a cambio?
—Una granada.
—¿Y qué más?
—Pastas de almendra, cuentos de magos, sal de mar.
—¿Y qué más?
—Y... quinientos días míos con chichones en la cabeza. ¿Quieres más?
—Me basta —contestó la noche—. Eres una niña generosa. Sigue a Cucumía.
En ese momento, una lechuza blanca voló hasta el hombro de Clara y le dijo: «Vamos».
Y se fueron Clara, Zumbón, Bolita, Pajarita, Picasaltos y Cucumía caminando por la tierra adormecida, bajo la silenciosa amiga noche llena de estrellas.
El viaje fue larguísimo.
—Has hecho bien —le dijo Cucumía— al regalarle a la amiga noche quinientos días. Además es vieja y se le olvidan las cosas. Puede que hasta te los regale ella a ti.
—Yo no quiero días, sólo quiero encontrar la flor —le respondió Clara.
Así, caminando y hablando, llegaron a la entrada del pueblo cuando ya amanecía.
El amigo cielo estaba del color de los higos chumbos casi maduros.
De repente, el insecto Zumbón, la mariquita Bolita, la mariposa Pajarita y el saltamontes Picasaltos se posaron sobre un jacinto reventón que abría sus corolas hacia un lirio del camino. La lechuza Cucumía revoloteó encima y dijo:
—Aquí tienes tu flor del mañana, Clara.
La niña la cogió y llegó el amigo día.
Cuando entró en casa, su mamá estaba mejor. Menos mal que nadie se había dado cuenta de que Clara había pasado la noche fuera. Excepto su amigo Raimundo, el joven vecino que les solía visitar y que le contaba muchas historias. Le guiñó un ojo y le dijo:
—Sí, me callo, pero luego me cuentas.
—Por supuesto, amigo Mundo —sonrió Clara—, te lo contaré.

Bruno Tognolini
Amigo Mundo
Zaragoza, Edelvives, 2009

viernes, 2 de abril de 2010

Una lluvia lejana

¿Os habéis preguntado alguna vez qué ocurre con todos esos poemas escritos por ese tipo de gente que no deja que nadie los lea?

Quizás son demasiado privados y personales.

Quizás no son lo bastante buenos.

Quizás la perspectiva de que la expresión más sincera pueda llegar a verse como algo torpe, frívolo, trillado, sentimental, pretencioso, almibarado, poco original, tonto, aburrido, recargado, confuso, absurdo o simplemente lamentable es suficiente para que cualquier aspirante a poeta decida ocultar su obra para siempre.

Naturalmente, muchos poemas terminan destruidos inmediatamente, quemados, hecho trizas, arrojados al váter.

Alguna que otra vez han acabado doblados bajo algún mueble inestable, para evitar que cojee (o sea que de hecho han acabado siendo bastante útiles).

Otros encuentran su escondite detrás de uno ladrillo suelto de una tubería. O acaban herméticamente encerrados tras la tapa de un viejo despertador. O entre las páginas de un libro recóndito que seguramente nadie llegará a abrir jamás.

Puede que alguien llegue a encontrarlos algún día, pero también puede que no. La verdad es que la poesía que nadie ha leído estará casi siempre condenada a acabar en un vasto río invisible de residuos que sale de la periferia. Bueno, casi siempre…

En raras ocasiones, algunos fragmentos escritos especialmente insistentes escaparán por un patio trasero o por un callejón, saldrán volando por el terraplén que bordea la carretera y finalmente irán a parar al aparcamiento del centro comercial, como muchas otras cosas.

Y es aquí donde sucede algo realmente extraordinario: el viento se lleva dos o más fragmentos de poesía y los une mediante una extraña fuerza de atracción desconocida para la ciencia. Y a poco a poco van quedando pegados y forman una diminuta bola.

Sin necesidad de hacer nada más, esa bola se va volviendo cada vez más grande y redonda a medida que otros versos libres, confesiones, secretos, cavilaciones sueltas, deseos y cartas de amor no enviadas se van añadiendo poco a poco, uno a uno.

La bola recorre las calles como una planta rodadora durante meses incluso años.

Si sale sólo de noche, puede que sobreviva al tráfico y a la curiosidad de los niños, y mediante un lento movimiento rotatorio también evita a los caracoles (su depredador principal).

Cuando adquiere un cierto tamaño, se refugia instintivamente cuando hace mal tiempo, sin que nadie se dé cuenta.

Pero de contrario deambula por las calles buscando ciegamente otros retazos de reflexiones y sentimientos olvidados.

Sin necesidad de hacer nada, crece hasta hacerse grande, inmensa, ¡ENORME!

Una tremenda acumulación de trozos de papel que finalmente se eleva por el aire, consigue levitar gracias a la pureza de tanta emoción contenida.

Flota levemente por encima de los tejados de las casas de la periferia cuando todo el mundo duerme, e inspira el aullido de los perros solitarios en medio de la noche.

Shaun Tan

Cuentos de la periferia

Arcos de la Frontera, Barbara Fiore Editora, 2008