miércoles, 28 de abril de 2010
El jardín de mi abuelo
sábado, 10 de abril de 2010
Amigo Mundo
Era una niña bonita, con el pelo negro, la piel morena y muchas pecas.
Llevaba una vida tranquila, hecha de días tan jugosos como las cerezas. Cereza tras cereza pasaban el otoño y el invierno y volvía la primavera.
Correteaba si era de día, dormía cuando estaba cansada, le gustaban los cuentos y no le tenía miedo a nada.
Pero un día, su mamá cayó enferma y de repente toda la casa enmudeció.
Nadie gritaba, nadie contaba cuentos pero, sobre todo, nadie decía cuándo se iba a curar mamá.
Clara se asustó. ¿Y si mamá se moría?
No, no. No podía ser. Todavía mamá tenía que comer muchas cerezas con ella. Y contarle cuentos. Se acordó de uno en el que un niño recorría el mundo buscando la flor del mañana, que hacía nacer un día detrás de otro.
Decidió buscar esa flor y ponerla junto a su mamá, para que llegase mañana, y luego otro mañana, y todas las cerezas del mundo.
Una tarde luminosa, se marchó. Siguió un camino con curvas y, sin darse cuenta, se encontró en medio del campo.
El campo era una hermosa mujer cubierta con matas y arbustos, llena de madrigueras y aromas.
—Amiga Campiña —dijo Clara—, ¿sabes dónde está la flor del mañana?
—Yo te lo diré —contestó un escarabajo volador—, pero antes tienes que contarme un cuento.
—Vale, Zumbón —accedió la niña.
Se sentaron y le contó uno de los cuentos que sabía.
Zumbón, muy contento, le dijo:
—¡Qué historia tan bonita! Ven.
Y juntos se fueron al río.
El río era un joven larguirucho, radiante y serpenteante, vestido de burbujas, que jugaba con troncos y guijarros.
Zumbón dejó a Clara que preguntase.
—Amigo río, ¿sabes dónde está la flor del mañana?
—Te lo diré —dijo una mariquita— si me cuentas un cuento.
—Vale, Bolita —accedió Clara.
Acercó su boca a la cabecita de Bolita y le susurró una bonita historia de las muchas que sabía.
Bolita, satisfecha, dijo:
—¡Qué historia tan bonita! Ven.
Clara, Zumbón y Bolita llegaron a la cima de una colina bajo el cielo.
El cielo era un joven muy apuesto, aturdido por la luz, a veces salpicado por nubes y gritos de pájaros.
—Amigo cielo —dijo Clara, que ya se había dado cuenta de qué iba esto—, ¿quién viene ahora?
—¡Yo! —contestó una mariposa volando desde el cielo hasta su nariz.
—¿También quieres que te cuente una historia, Pajarita? —preguntó Clara mirándola con picardía.
La mariposa respondió que sí y quedó encantada al escuchar el cuento.
Entonces, le dijo a Clara: «¡Mira!».
Clara miró: el cielo se lavaba la cara con naranjas, era el atardecer.
—Escuchad, amiguitos —les dijo Clara a sus tres acompañantes—. Conozco los cuentos. Hay que repetir lo mismo siete veces, y a veces más, para conseguir algo. Pero mi mamá está enferma, pronto llegará la noche y necesito la flor del mañana. ¿Podemos saltarnos algunos pasos?
—Para saltarnos algunos pasos —explicó Zumbón— necesitamos a Picasaltos.
Picasaltos, el saltamontes, estaba agotado al final del verano y descansaba tumbado en una hoja.
Aunque se hizo de rogar un poco, al final saltó, con sus largas patas, las pruebas repetidas de los cuentos.
Y así fue como Clara, Zumbón, Bolita, Pajarita y Picasaltos se saltaron siete pasos y siete insectos bajo el manto silencioso de la noche.
La noche era una vieja revieja, vestida de negro como las ancianas del pueblo, con su gran y oscuro chal abierto al cielo cuajado de estrellas.
—Amiga noche, por favor, es muy tarde. ¿Puedes decirme dónde puedo encontrar esta flor?
—¿Para qué la quieres?
—Para mi mamá.
—Y tú, ¿qué me das a cambio?
—Una granada.
—¿Y qué más?
—Pastas de almendra, cuentos de magos, sal de mar.
—¿Y qué más?
—Y... quinientos días míos con chichones en la cabeza. ¿Quieres más?
—Me basta —contestó la noche—. Eres una niña generosa. Sigue a Cucumía.
En ese momento, una lechuza blanca voló hasta el hombro de Clara y le dijo: «Vamos».
Y se fueron Clara, Zumbón, Bolita, Pajarita, Picasaltos y Cucumía caminando por la tierra adormecida, bajo la silenciosa amiga noche llena de estrellas.
El viaje fue larguísimo.
—Has hecho bien —le dijo Cucumía— al regalarle a la amiga noche quinientos días. Además es vieja y se le olvidan las cosas. Puede que hasta te los regale ella a ti.
—Yo no quiero días, sólo quiero encontrar la flor —le respondió Clara.
Así, caminando y hablando, llegaron a la entrada del pueblo cuando ya amanecía.
El amigo cielo estaba del color de los higos chumbos casi maduros.
De repente, el insecto Zumbón, la mariquita Bolita, la mariposa Pajarita y el saltamontes Picasaltos se posaron sobre un jacinto reventón que abría sus corolas hacia un lirio del camino. La lechuza Cucumía revoloteó encima y dijo:
—Aquí tienes tu flor del mañana, Clara.
La niña la cogió y llegó el amigo día.
Cuando entró en casa, su mamá estaba mejor. Menos mal que nadie se había dado cuenta de que Clara había pasado la noche fuera. Excepto su amigo Raimundo, el joven vecino que les solía visitar y que le contaba muchas historias. Le guiñó un ojo y le dijo:
—Sí, me callo, pero luego me cuentas.
—Por supuesto, amigo Mundo —sonrió Clara—, te lo contaré.
Amigo Mundo
Zaragoza, Edelvives, 2009
viernes, 2 de abril de 2010
Una lluvia lejana
¿Os habéis preguntado alguna vez qué ocurre con todos esos poemas escritos por ese tipo de gente que no deja que nadie los lea?
Quizás son demasiado privados y personales.
Quizás no son lo bastante buenos.
Quizás la perspectiva de que la expresión más sincera pueda llegar a verse como algo torpe, frívolo, trillado, sentimental, pretencioso, almibarado, poco original, tonto, aburrido, recargado, confuso, absurdo o simplemente lamentable es suficiente para que cualquier aspirante a poeta decida ocultar su obra para siempre.
Naturalmente, muchos poemas terminan destruidos inmediatamente, quemados, hecho trizas, arrojados al váter.
Alguna que otra vez han acabado doblados bajo algún mueble inestable, para evitar que cojee (o sea que de hecho han acabado siendo bastante útiles).
Otros encuentran su escondite detrás de uno ladrillo suelto de una tubería. O acaban herméticamente encerrados tras la tapa de un viejo despertador. O entre las páginas de un libro recóndito que seguramente nadie llegará a abrir jamás.
Puede que alguien llegue a encontrarlos algún día, pero también puede que no. La verdad es que la poesía que nadie ha leído estará casi siempre condenada a acabar en un vasto río invisible de residuos que sale de la periferia. Bueno, casi siempre…
En raras ocasiones, algunos fragmentos escritos especialmente insistentes escaparán por un patio trasero o por un callejón, saldrán volando por el terraplén que bordea la carretera y finalmente irán a parar al aparcamiento del centro comercial, como muchas otras cosas.
Y es aquí donde sucede algo realmente extraordinario: el viento se lleva dos o más fragmentos de poesía y los une mediante una extraña fuerza de atracción desconocida para la ciencia. Y a poco a poco van quedando pegados y forman una diminuta bola.
Sin necesidad de hacer nada más, esa bola se va volviendo cada vez más grande y redonda a medida que otros versos libres, confesiones, secretos, cavilaciones sueltas, deseos y cartas de amor no enviadas se van añadiendo poco a poco, uno a uno.
La bola recorre las calles como una planta rodadora durante meses incluso años.
Si sale sólo de noche, puede que sobreviva al tráfico y a la curiosidad de los niños, y mediante un lento movimiento rotatorio también evita a los caracoles (su depredador principal).
Cuando adquiere un cierto tamaño, se refugia instintivamente cuando hace mal tiempo, sin que nadie se dé cuenta.
Pero de contrario deambula por las calles buscando ciegamente otros retazos de reflexiones y sentimientos olvidados.
Sin necesidad de hacer nada, crece hasta hacerse grande, inmensa, ¡ENORME!
Una tremenda acumulación de trozos de papel que finalmente se eleva por el aire, consigue levitar gracias a la pureza de tanta emoción contenida.
Flota levemente por encima de los tejados de las casas de la periferia cuando todo el mundo duerme, e inspira el aullido de los perros solitarios en medio de la noche.
Shaun Tan
Cuentos de la periferia
Arcos de la Frontera, Barbara Fiore Editora, 2008