sábado, 26 de junio de 2010

La temida hora del recreo

Mateo le pasaba lo contrario que a los demás niños: temía la hora del recreo. En cambio, para sus compañeros era el mejor momento del día.

Mientras estaba en clase parecía que no le pasaba nada, atendía a la profesora, escuchaba cuando le tocaba escuchar y hablaba cuando le preguntaban. No era ni de los mejores ni de los peores de la clase.

Pero en el recreo lo pasaba mal porque nadie quería jugar con él. Los chicos nunca lo elegían para jugar partidos y, cuando intentaba ir con las chicas, no le dejaban porque querían estar solas para hablar de sus cosas.

Así que Mateo se sentía triste y solo. El quería tener amigos pero parecía que nadie quería ser amigo suyo. Por supuesto, disimulaba su tristeza y, aunque a veces se le ponía un nudo en la garganta y le entraban ganas de llorar, ni se le pasaba por la cabeza: entonces seguro que se reirían de él y le rechazarían aún más.

Con el paso del tiempo descubrió que podía entretenerse solo inventándose historias y llenando su imaginación con fantásticas aventuras donde él era un héroe. Se imaginaba a sí mismo salvando a gente de un edificio en llamas, rescatando náufragos en el mar, defendiendo a los animales de los cazadores o ayudando a mucha gente después de un terremoto. Siempre aparecía él, Mateo el gran héroe, y las historias tenían un final feliz.

Cuando de nuevo entraba en clase volvía a ser Mateo, ni el mejor ni el peor de la clase.

Sus padres no parecían darse cuenta de lo que pasaba. Todos los días le preguntaban lo mismo:

—¿Qué tal hoy en clase?

Y él respondía siempre lo mismo:

—Muy bien, papá.

—¿Y ya tienes amigos? —le preguntaba su madre.

—Tengo un montón de amigos, mamá.

Por eso se quedaron muy sorprendidos cuando la profesora les envió una nota diciéndoles que quería hablar con ellos porque estaba preocupada por Mateo.

—No tiene amigos —les dijo— y en el recreo siempre se queda solo. Yo le veo triste y callado, aunque es buen estudiante y aprende todo con facilidad.

—Bueno, pues eso es lo importante —respondió su padre a la profesora—. Lo que más me importa es que estudie y saque buenas notas. Yo a su edad tampoco era muy popular. Luego, en la universidad, hice buenos amigos e incluso conocí a mi mujer.

La profesora volvió a insistir:

—Pero yo lo veo muy triste y además intenta disimularlo.

—Mateo es un niño muy feliz, no tiene ningún problema, lo único que le pasa es que es un poco tímido, ¿por qué se preocupa tanto? —dijo la madre de Mateo.

Sus padres no comprendían la preocupación de la profesora, pero ella les explicó:

—Está en una edad en la que los amigos son muy importantes y a él los demás nunca lo eligen. Eso le hace sufrir y le aísla de los otros niños. ¿No creen que deberían hablar con él? A lo mejor es que no sabe hacer amigos y hay que enseñarle.

Los padres de Mateo no pudieron continuar la conversación porque tenían mucha prisa, pero se comprometieron a hablar con él del tema y a descubrir también por qué les había mentido cuando le preguntaban sobre los amigos. Las palabras de la profesora les hicieron pensar que algo importante estaba pasando a su hijo.

Cuando Mateo regresó esa tarde del colegio no esperó a que le preguntaran lo de siempre, sino que fue él quien empezó el interrogatorio.

—¿Para qué os ha llamado mi profesora? ¿Qué quería?

Sus padres dudaron un momento, pero sin pensarlo mucho su padre le preguntó:

—Y tú, ¿por qué nos has mentido diciéndonos que tienes muchos amigos? La profesora nos dice que en el recreo te quedas solo y que nadie quiere jugar contigo.

Mateo no contestó y se fue corriendo a su habitación. Allí se lo encontraron llorando desconsoladamente sobre su cama.

—Hijo, no llores, vamos a hablar un poquito, ¿de acuerdo? Vamos, no llores.

Su madre trataba de consolarle y tuvo que esperar un rato hasta que Mateo pudo hablar.

—Y yo, ¿qué voy a hacer si nadie quiere jugar conmigo? Yo no tengo la culpa.

—No, hijo, tú no tienes la culpa —dijo su madre—, pero a lo mejor podemos entre los tres encontrar alguna idea que funcione. ¿No crees?

Su padre entró en la habitación, se sentó y le dijo:

—Mateo, hijo, comprendo cómo te sientes. Cuando yo tenía tu edad tampoco tenía amigos en la clase y lo pasé muy mal por eso, aunque mis padres no se enteraron de nada. Ellos me veían estudiar y yo sacaba buenas notas. Con eso pensaron que era suficiente. Pero luego me di cuenta que no sabía relacionarme con los demás y ya en la universidad lo aprendí, aunque me costó un poco al principio.

—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Mateo esperando alguna solución.

—Por ejemplo, puedes empezar a observar a los chicos de tu clase y pensar quiénes te gustaría tener como amigos. Mira a ver si tienen aficiones parecidas, si les gustan las mismas cosas que a ti o si admiras algo de ellos o simplemente si te caen bien.

A la mañana siguiente Mateo se puso a observar a sus compañeros y decidió qué niños le caían mejor, con cuáles le sería más fácil hablar o quién hablaba de los temas que a él le interesaban.

A la vuelta del colegio comentó a su madre lo que había observado y decidieron continuar con el plan para el día siguiente.

—Ahora, Mateo, viene la segunda parte: te acercas a uno de ellos y le preguntas algo o sacas un tema de conversación que sepas que le gusta, o bien le ofreces tu ayuda si ves que la necesita.

Mateo fue al colegio un poco más optimista. Aquello no le parecía tan complicado pero a lo mejor no funcionaba. ¿Y si no quieren contestarme? ¿Y si no me dejan ayudar? Claro que nunca lo sabría si no lo intentaba. Tenía que probar para ver lo que pasaba.

Esa mañana ocurrió algo muy curioso. La señorita propuso hacer un trabajo por equipos sobre el tema de los dinosaurios. A Mateo se le iluminó la cara con una enorme sonrisa porque él sabía muchísimo del tema. La profesora dijo:

—A ver, niños, podéis formar equipos de cinco, ¿de acuerdo?

Mateo dirigió su mirada a uno de los compañeros que le caían mejor y se sorprendió al ver que él también le miraba, y le preguntó:

—Tú, Mateo, ¿sabes algo de dinosaurios?

—Sí, como me gustan mucho, tengo muchos libros sobre dinosaurios en mi casa.

Aquella respuesta fue suficiente para que se le acercara y le dijera:

—¡Bien! ¿Quieres estar en mi equipo?

—Claro que sí —respondió Mateo muy contento.

A partir de ese día Mateo va más contento al colegio y no teme la llegada de la hora del recreo, al contrario, está deseando hablar y jugar con sus nuevos amigos.

Begoña Ibarrola

Cuentos para sentir – Educar las emociones

Madrid: Ediciones SM, 2009

viernes, 18 de junio de 2010

El último árbol

En las afueras de la ciudad vivían un chico y una chica. El guardabosque iba a verlos frecuentemente y siempre les llevaba algo del bosque.
A veces, los dos niños acompañaban al guardabosque. Recogían las hojas de árboles, agujas de pino y piñas. Luego las dibujaban y colgaban las hojas sobre las paredes del cuarto de estar de su casa. El viejo guardabosque les contaba muchas historias. Así aprendieron los niños que los abetos crecían en tierras más secas, que los pinos podían vivir en la arena, y que el plátano sufría con los fríos del invierno. Y que el abedul crecía mucho más al norte, en las tierras frías, mientras que el cedro necesitaba las temperaturas templadas de las costas.
—El roble puede vivir cien años les decía el guardabosque mientras caminaba por el bosque. Para los pueblos antiguos era un árbol sagrado. Y el cedro aún puede vivir más años. El rey Salomón construyó su templo con cedros. La madera de estos árboles es muy resistente.
Los niños observaron un cedro gigantesco. Su copa sobresalía por encima de los demás árboles.
—Quizá se deba a la resina continuó el guardabosque. La resina hace a la madera más duradera. Nuestros antepasados frotaban los pergaminos con resina de cedro para que lo escrito en ellos se conservase durante muchísimos años.
Se detuvo un momento.
—Antes, los cedros crecían junto al Mediterráneo. En Arabia y en el norte de África había bosques de cedros. Pero los hombres acabaron con ellos.
Un día, el alcalde fue a visitar a los niños y vio todos los dibujos que habían hecho. En todas las paredes había dibujos.
—Es la mejor manera de conocer el bosque —dijo satisfecho.
Luego, se dirigió al guardabosque:
—En la ciudad hay que construir un nuevo puente. ¿Cómo andas de madera?
El guardabosque sacudió la cabeza.
—Los retoños aún son muy jóvenes y un puente necesita mucha madera. Tendremos que esperar.
El alcalde estuvo de acuerdo. Luego, dijo a los niños:
—El bosque nos ayuda a vivir. Por mucho que utilicemos su madera, el bosque no se acaba. ¿Sabéis por qué?
Los niños no lo sabían.
El alcalde sonrió.
—Porque quien tala un árbol tiene que plantar otro nuevo. Así lo hemos hecho durante muchos años.
El viejo guardabosque asintió.
—Sí, aunque no siempre fue así —dijo. Y rellenó su pipa, la encendió con una rama fina y comenzó a contar:
«Hace muchos, muchos años, en las afueras de la ciudad vivían dos niños. La niña se llamaba Lea y el niño, Said. Se parecían mucho a vosotros. Vivían en una cabaña y recorrían juntos el bosque.
Con el tiempo llegaron a reconocer las diversas especies de árboles. Aprendieron que las agujas de los pinos son más claras que las de los abetos y que cuelgan de las ramas de dos en dos. Descubrieron que las agujas de los abetos no duran eternamente, sino que se caen a los pocos años, pero vuelven a crecer otras nuevas. Y que las agujas de los cedros, verde oscuras como las de los abetos, no se caen nunca.
Said y Lea estaban asombrados. ¡Qué distintos eran unos árboles de otros! Y entonces empezaron ellos mismos a plantar árboles.
Todos los días iban al bosque. Arrancaban con cuidado los pequeños árboles que crecían salvajes entre los grandes troncos y los plantaban en su jardín. Estaban contentos. Se sentían como profesores de una escuela de árboles. Y cuidaban de que sus alumnos no crecieran torcidos.
Por las tardes, cuando el sol rozaba el horizonte, llenaban unas grandes regaderas y daban agua a sus protegidos.
Un día, al atardecer, los niños vieron que tres hombres cruzaban el puente. Los tres forasteros fueron a la plaza del mercado y dejaron sus sacos. Dentro había pesados collares de oro y adornos brillantes.
Rodaron por todas partes pulseras con ámbar incrustado, perlas, corales y nácar. La gente sintió curiosidad. ¿Qué querrían los comerciantes a cambio de aquellos tesoros?
—Nada de particular, sólo madera —dijeron los extranjeros—. Pero mucha, toda la que podáis conseguir. Si traéis mucha, os daremos aún más joyas. Y también hemos pensado en los niños —añadieron sonrientes—. Tenemos peladillas, chocolate, caramelos y azúcar cande.
La gente miraba aquellos adornos tan caros y todos estaban como hechizados. Brindaron con los extranjeros y bailaron y cantaron sin parar durante toda la noche.
Al día siguiente empezaron a trabajar. Los árboles, unos tras otros, fueron cayendo al suelo. Los golpes de las hachas retumbaban por el bosque.
Los tres forasteros estaban contentos. Repartían el oro y la plata y se llevaban la madera.
Así pasó una semana y otra. En el bosque empezaron a aparecer claros y algunas colinas ya se veían peladas. Pero nadie se daba cuenta. Ni nadie tenía tiempo para plantar nuevos retoños.
La tierra se volvió áspera y seca. Los arroyos llevaban poca agua y sólo llovía de vez en cuando.
A medida que el bosque clareaba, las arcas de la gente se llenaban de oro, plata, piedras preciosas y alhajas. Los cuellos de las mujeres se doblaban bajo el peso de los collares. Los dientes de los niños ya estaban amarillos, azules, verdes y negros de tantas golosinas.
Hacía ya mucho tiempo que Said y Lea habían tirado sus caramelos. Todas las noches recogían el rocío en unos grandes pañuelos que extendían sobre el suelo. Con el rocío y la poca agua que aún salía de la fuente regaban con cuidado los jóvenes arbolitos de su jardín. En el lugar en donde antes crecía el bosque, ahora el suelo estaba árido. Y si alguna vez llovía, el agua se evaporaba enseguida. Los pájaros no encontraban sombra alguna y caían extenuados al suelo. Pero la gente seguía cortando madera...
Un día, todos se encontraron alrededor de un gran árbol. Iban a empezar con sus sierras y sus hachas, cuando se dieron cuenta de que se trataba del viejo cedro. El bosque que antes lo rodeaba había desaparecido por completo. El gran cedro era el último árbol que les quedaba. Las colinas se erguían peladas. Detrás se divisaba el desierto.
La gente se asustó.
—¡Hemos acabado con nuestro bosque! —gritaron—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Pero nadie sabía la respuesta. La tierra se había secado y estaba cuarteada. Un suave vientecillo trajo granos de arena.
Las arenas se acercaban cada vez más. Se extendían por todos los alrededores. Se apilaban al pie del cedro. Amenazaban con invadir la ciudad. Las gentes se arrancaron los collares de perlas de sus cuellos: ¡eran bolas de cristal! Abrieron los cofres: ¡el oro se había convertido en metal corriente; la plata, en mica! Todos estaban rabiosos. Esperaron a que volvieran los extranjeros, pero éstos no regresaron.
A lo lejos, los mercaderes contemplaban lo que quedaba del bosque. Se reían. Tenían la madera y con ella podrían construir muchos barcos. No les importaba que la ciudad se hundiera en la arena. Volvieron la espalda y empezaron a huir. Pero eso no fue fácil: había arena por todas partes. De repente empezaron a hundirse en una duna. Cada vez se hundían más. Y pronto no quedó de ellos más que un sombrero.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó la gente, ansiosa.
—¿Cómo podríamos salvarnos del desierto?
Entonces Said y Lea les dijeron:
—Tenéis que plantar de nuevo. En nuestro jardín crecen árboles de todas las especies. Podemos trasplantarlos. Empezaremos con los pinos y los cedros, pues la arena no les impide crecer. Y cuando la tierra se haya asentado, traeremos los demás árboles y los plantaremos junto a ellos. Luego recogeremos sus semillas y las enterraremos en el suelo. Con el tiempo tendremos un pequeño bosque. Y volverán a caer el rocío y la lluvia. Pero para eso aún falta mucho tiempo. Primero tenemos que regar los árboles pequeños por la noche, mientras haya agua en la fuente.
La gente admiró a los niños. E hicieron lo que Said y Lea les habían aconsejado. Trabajaron día y noche. Y por fin volvió a llover.
Y después de muchos meses lograron tener un pequeño bosque.
Los vecinos respiraron. ¡La ciudad estaba salvada! ¡El bosque crecía! Un día, las gentes llegaron a la cabaña de madera situada al extremo de la ciudad. Despertaron a Said y a Lea y los llevaron al bosque.
Allí les dieron las gracias y prometieron cuidar el bosque con cariño. Todos comieron, bebieron y bailaron alrededor del cedro. Y han cumplido su promesa hasta el día de hoy.»
El viejo guardabosque vació su pipa. El alcalde miró pensativo el fuego.
Los dos niños callaban. Luego, preguntaron al guardabosque con curiosidad:
—¿Quiénes fueron Said y Lea? ¿Los conociste?
El guardabosque sonrió.
—Sí, claro, fueron mis abuelos.
Štĕpán Zavřel
El último árbol
Madrid, Ediciones SM, 1988

martes, 15 de junio de 2010

El unicornio azul

La ilusión – La esperanza

Jordi estaba entusiasmado escuchando las historias que su hermano Pere le contaba, sin preocuparse de si eran verdad o mentira, porque de una forma mágica le hacían volar con la imaginación. A Pere le encantaba ver la cara de su hermano pequeño mientras le escuchaba, ya quehabía descubierto que sus relatos eran un medio fabuloso para hacer que Jordi comiera.
—¿Y a dónde se fue el unicornio azul? —le preguntó aquel día después de escuchar su historia.
—A un lugar donde nadie pueda encontrarle —le contestó.
—¿Y dónde está ese lugar? —preguntó Jordi.
—¿Para qué quieres saberlo? Tú nunca lo encontrarías.
Desde ese día, Jordi tuvo una ilusión: encontrar al unicornio azul y pedirle que fuera su mascota.
—Anda, Pere, dame una pista para encontrar al unicornio...
—Bueno, te daré una pista: se fue a la montaña más alta de la Tierra, allí nadie le podría encontrar.
Esa noche, Jordi, lleno de ilusión, se puso su traje de escalador, cogió todo el equipo y empezó a escalar la montaña más alta del planeta buscando al unicornio azul.
Pero este no apareció. Cansado y desilusionado después de hacer tantos esfuerzos, Jordi volvió a su casa y al día siguiente preguntó a su hermano Pere:
—¿Estás seguro de que se fue a la montaña más alta de la Tierra? He subido esta noche a la montaña más alta y no lo he encontrado.
—Bueno..., a lo mejor se cansó de estar allí y decidió ocultarse en una cueva, en la cueva más profunda de la Tierra, allí nadie le podría encontrar.
Esa noche, Jordi, lleno de ilusión, se puso su traje de espeleólogo, cogió todo su equipo y descendió a la cueva más profunda del planeta buscando al unicornio azul.
Pero este no apareció. Cansado y desilusionado después de hacer tantos esfuerzos, Jordi volvió a su casa y al día siguiente preguntó a su hermano Pere:
—¿Estás seguro de que se escondió en la cueva más profunda de la Tierra? He bajado a la cueva más profunda y no lo he encontrado.
—Bueno..., a lo mejor se sentía solo y triste en la cueva y decidió irse a uno de los bosques mágicos de la Tierra, para encontrarse con otros unicornios.
Esa noche, Jordi, lleno de ilusión, se puso su traje de explorador y se internó en todos los bosques mágicos del planeta buscando al unicornio azul.
Pero este no apareció. Sin embargo, pudo hablar con los árboles, jugar con los gnomos, bailar con los duendes y cantar con las hadas. Y cuando ya se disponía a regresar a su casa, le preguntaron:
—¿Por qué quieres encontrar al unicornio azul?
—Me gustaría que fuera mi mascota, seguro que todos mis compañeros se quedarían con la boca abierta y querrían ser mis amigos...
—¿Es eso lo que más deseas en el mundo, tener amigos?
—Pues... sí, aunque también tengo otro deseo, pero es un secreto, por eso no os lo puedo contar.
De repente, los árboles dejaron de hablar y los gnomos y las hadas desaparecieron. Jordi se quedó solo en medio del bosque mágico y sintió un escalofrío por todo el cuerpo cuando oyó un ruido a sus espaldas. Se volvió para mirar y solo dijo:
—¡Oh, qué boniiiiiiiiiitoooooooo!
Hacía él venía trotando un pequeño y gracioso unicornio azul. Se acercó a Jordi y le dijo:
—¿Me buscabas?
—¡Sí! He subido a la montaña más alta de la Tierra, he bajado a la cueva más profunda y he explorado todos los bosques mágicos con la ilusión de encontrarte, y ahora que lo consigo ¡estoy muy contento de verte!
—¿Y qué quieres de mí?
—Quiero pedirte que seas mi mascota. Si vienes conmigo vivirás en mi casa y yo cuidaré bien de ti.
El unicornio azul le miró con tristeza y le dijo:
—Si voy contigo moriré, porque en la ciudad no existe el alimento que yo como, y el aire no es tan puro como el que yo necesito. Pero dime, Jordi, ¿por qué me quieres de mascota?
—Quiero que mis compañeros se fijen en mí y me envidien por tener la mascota más bonita. Así, a lo mejor quieren ser mis amigos...
—Si lo que quieres es tener amigos yo te puedo ayudar sin tener que ser tu mascota.
En ese momento el unicornio azul lanzó un sonido al viento, como si fuera una llamada, y del bosque comenzaron a llegar los pájaros, las ardillas, los conejos...
Vinieron los gnomos vestidos de rojo, vinieron las hadas vestidas de plata, vinieron los duendes vestidos de verde y comenzaron todos a cantar:

Muchos amigos tendrás
si eres como tú eres
sin querer ser diferente,
si ayudas a los demás,
y ofreces, sinceramente,
tu cariño y tu amistad.

Jordi estaba encantado al ver cómo todos cantaban a su alrededor, y sintió que por fin se cumplía su sueño. Entonces pensó que si tenía un montón de amigos en el bosque mágico, también podría tener muchos amigos en su clase.
Volvió a su casa lleno de ilusión y le contó a su hermano Pere que por fin había encontrado al unicornio azul y se habían cumplido todos sus deseos. Bueno..., todos no, porque todavía tenía un deseo secreto.



Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir 2: Educar los sentimientos
Madrid, Ediciones SM, 2003

viernes, 4 de junio de 2010

La canción más bonita

Erase una vez un rey.
El rey tuvo un sueño.

Vio un árbol
y en el árbol
había un pájaro
que cantaba una canción.

Al día siguiente
el rey hizo llamar
al pajarero.
Le dijo:

«Tuve un sueño.
Vi un árbol
y en el árbol
había un pájaro
que cantaba una canción.
Ve y atrapa el pájaro para mí».


«De acuerdo, mi Señor»,
dijo el pajarero.
«¿Qué clase de pájaro es?»

Pero el rey
no lo sabía.
«Ve y búscalo»,
le ordenó.
«Te doy de plazo siete días».

El pajarero se asustó
pues temía
el enojo del rey.

Cogió su flauta
y su red
y se fue al jardín.
Se escondió
detrás de un muro
y tocó la canción del mirlo.
Y cuando el mirlo salió de su nido,
lo cazó con la red,
lo encerró en una jaula
y se lo llevó al rey.

«No», dijo el rey,
«este no es».

El segundo día
el pajarero cogió
su flauta
y su red
y se marchó al campo.
Se escondió
detrás de una cerca
y tocó la canción de la alondra.
Y cuando la alondra
salió de su nido,
la cazó con la red,
la encerró en una jaula
y se la llevó al rey.

«No», dijo el rey,
«este no es».

El tercer día
el pajarero cogió
su flauta y su red
y se marchó al río.
Se escondió
detrás de una piedra
y tocó la canción de la oropéndola.
Y cuando la oropéndola
salió de su nido,
la cazó con la red,
la encerró en una jaula
y se la llevó al rey.

«No», dijo el rey,
«este no es».

El cuarto día
el pajarero cogió
su flauta
y su red
y se marchó al bosque.
Se escondió
detrás de un árbol
y tocó la canción del tordo.
Y cuando el tordo
salió de su nido,
lo cazó con la red,
lo encerró en la jaula
y se lo llevó al rey.

«No», dijo el rey
«este no es».

El quinto día
el pajarero cogió
su flauta
y su red
y se marchó a la linde del bosque.
Se escondió
detrás de un arbusto
y tocó la canción del reyezuelo.
Y cuando el reyezuelo
salió de su nido,
lo cazó con la red,
lo encerró en la jaula
y se lo llevó al rey.

«No», dijo el rey,
«este no es».

El sexto día
el pajarero cogió
su flauta
y su red
y se marchó al parque.
Se escondió
detrás de un pozo
y tocó la canción del ruiseñor.
Y cuando el ruiseñor salió de su nido,
lo cazó con la red,
lo encerró en la jaula
y se lo llevó al rey.

«No», dijo el rey,
«este no es».

Pero al séptimo día
el pajarero no sabía
ninguna canción más.
Se fue delante del palacio
y no se escondió.
Cogió su flauta
y tocó su propia canción.
«Será la última vez»,
pensó,
«pues el rey me meterá
en el calabozo
y me quitará mi flauta».
Y tocó maravillosamente,
como nunca lo había hecho antes.

El rey,
que estaba desayunando,
soltó tenedor y cuchillo.
«¡Esta es la canción!», gritó.
«¡Esta es la canción
que escuché en el sueño!»

Enseguida mandó llamar
al pajarero.
«¿Dónde está el pájaro?»,
le preguntó.

«No es ningún pájaro»,
le contestó el pajarero,
«es mi propia canción».

«¿Tu propia canción?»,
le preguntó el rey
y se asombró.

Quiso oírla
otra vez.
Y de tanta alegría organizó una fiesta.

Y después
dejó en libertad otra vez a todos los pájaros
y, naturalmente,
al pajarero también.


Max Bolliger
La canción más bonita
Madrid, Ediciones SM, 1985

viernes, 28 de mayo de 2010

El Elefante Encadenado

—No puedo —le dije—. ¡No puedo!
—¿Seguro? —me preguntó él.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… Pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente, me dijo:
—Déjame que te cuente…
Y sin esperar mi aprobación Jorge empezó a contar.

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales…
Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agitado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza.

—Así es, Demián. Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos pensando que “no podemos” hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos.
Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré
Jorge hizo una larga pausa. Luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió:
—Esto es lo que te pasa, Demi. Vives condicionado por el recuerdo de un Demián que no existe, que no pudo.
Tu única manera de saber si puedes conseguirlo es intentarlo de nuevo, poniendo en ello todo tu corazón… ¡Todo tu corazón!

Jorge Bucay
Déjame que te cuente…
Barcelona, RBA Libros, 2006

lunes, 24 de mayo de 2010

Reconocimiento


Estimados compañeros todo tiene su tiempo, tiempo de sembrar y tiempo de cosechar lo sembrado…

Alcanzar las metas de la vida y la profesión de ser docente, no es tan fácil… el camino está sembrado de hermosas alegrías y de éxitos, como ver las caritas sonrientes de los pequeños que aprenden a leer o a sumar, de los más grandes ejecutar una danza, o a ser inmensamente feliz cuando uno de nuestros alumnos gana un concurso de zona, o estatales y se pasean por los jardines de los pinos, mas orgullosos nos sentimos cuando encontramos en algún importante a licenciados, doctores, ingenieros…

Pero cuantas penas, dolores y tristeza tuvieron que pasar el docente y los niños para que se llegara a un buen final, cuantas veces oímos decir Pepito no aprende… lolita no desayuna… Manuel tiene problemas en su casa, los papa de Jaimito no están conformen con sus calificación. ¿Qué hago?.

Y así sucesivamente durante 25, 30, 35, o 40 años

Además la agregaremos un poco mas…. Varices? Enfermedades la garganta? Ulceras? Depresión?

Son muchas las alegrías pero también los pesares… y a pesar de eso maestros aquí estas todos los días, agradeciendo a dios que te pemite escuchar las risas, los gritos, los lloriqueos de ti rebaño.

Y por todo eso mis queridos maestros reciban de sus alumnos y de sus compañeros, nuestro mas grande y sentido reconocimiento por que durante mucho tiempo han mantenido en alto su deseo por educar y acompañarnos con su ejemplo, constancia y amistad, brindándonos su luz, esa luz que brillara por siempre en nuestro corazones.

Estas emotivas palabras la dijo la Maestra Elva Díaz, durante un senillo y emotivo reconocimiento relazado a los docentes que cumplieron años de servicio que fueron:

Mtra. Dolores Gonzales Luna

Mtra. Alejandra becerra

Mtro. Arcángelo Hernández

Mtra. Julieta Esperanza Montes.