viernes, 28 de mayo de 2010

El Elefante Encadenado

—No puedo —le dije—. ¡No puedo!
—¿Seguro? —me preguntó él.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… Pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente, me dijo:
—Déjame que te cuente…
Y sin esperar mi aprobación Jorge empezó a contar.

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales…
Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agitado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza.

—Así es, Demián. Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos pensando que “no podemos” hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos.
Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré
Jorge hizo una larga pausa. Luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió:
—Esto es lo que te pasa, Demi. Vives condicionado por el recuerdo de un Demián que no existe, que no pudo.
Tu única manera de saber si puedes conseguirlo es intentarlo de nuevo, poniendo en ello todo tu corazón… ¡Todo tu corazón!

Jorge Bucay
Déjame que te cuente…
Barcelona, RBA Libros, 2006

lunes, 24 de mayo de 2010

Reconocimiento


Estimados compañeros todo tiene su tiempo, tiempo de sembrar y tiempo de cosechar lo sembrado…

Alcanzar las metas de la vida y la profesión de ser docente, no es tan fácil… el camino está sembrado de hermosas alegrías y de éxitos, como ver las caritas sonrientes de los pequeños que aprenden a leer o a sumar, de los más grandes ejecutar una danza, o a ser inmensamente feliz cuando uno de nuestros alumnos gana un concurso de zona, o estatales y se pasean por los jardines de los pinos, mas orgullosos nos sentimos cuando encontramos en algún importante a licenciados, doctores, ingenieros…

Pero cuantas penas, dolores y tristeza tuvieron que pasar el docente y los niños para que se llegara a un buen final, cuantas veces oímos decir Pepito no aprende… lolita no desayuna… Manuel tiene problemas en su casa, los papa de Jaimito no están conformen con sus calificación. ¿Qué hago?.

Y así sucesivamente durante 25, 30, 35, o 40 años

Además la agregaremos un poco mas…. Varices? Enfermedades la garganta? Ulceras? Depresión?

Son muchas las alegrías pero también los pesares… y a pesar de eso maestros aquí estas todos los días, agradeciendo a dios que te pemite escuchar las risas, los gritos, los lloriqueos de ti rebaño.

Y por todo eso mis queridos maestros reciban de sus alumnos y de sus compañeros, nuestro mas grande y sentido reconocimiento por que durante mucho tiempo han mantenido en alto su deseo por educar y acompañarnos con su ejemplo, constancia y amistad, brindándonos su luz, esa luz que brillara por siempre en nuestro corazones.

Estas emotivas palabras la dijo la Maestra Elva Díaz, durante un senillo y emotivo reconocimiento relazado a los docentes que cumplieron años de servicio que fueron:

Mtra. Dolores Gonzales Luna

Mtra. Alejandra becerra

Mtro. Arcángelo Hernández

Mtra. Julieta Esperanza Montes.


viernes, 14 de mayo de 2010


Maestro

Tan inmensa es tu transmisión, tan vasta tu sabiduría,
que la simple palabra, maestro ¡no basta!
Cuánto me enseñas, cuando me dices
¡no me llames maestro!
Tú eres tu propio maestro

lunes, 10 de mayo de 2010

Feliz Dia de la Madre

Siempre ten presente que la piel se arruga, el pelo se vuelve blanco, los días se convierten en años...

Pero lo importante no cambia; tu fuerza y tu convicción no tienen edad.

Tu espíritu es el plumero de cualquier telaraña.

Detrás de cada línea de llegada, hay una de partida.

Detrás de cada logro, hay otro desafío.

Mientras estés viva, siéntete viva.

Si extrañas lo que hacías, vuelve a hacerlo.

No vivas de fotos amarillas...

Sigue aunque todos esperen que abandones.

No dejes que se oxide el acero que hay en ti.

Haz que, en vez de lástima, te tengan respeto.

Cuando por los años no puedas correr, trota.

Cuando no puedas trotar, camina.

Cuando no puedas caminar, usa el bastón.

¡Pero nunca te detengas!

Madre Teresa de Calcuta

viernes, 7 de mayo de 2010

El jardín de mi abuelo fin

El jardín de mi abuelo
(Segunda y última parte)
Pasó el tiempo y llegó otro 25 de abril, mi cumpleaños. Ese día el rosal me hizo un regalo. ¡Sí! ¡Sí! ¡Como os lo digo! El rosal sacó un capullo. Y el capullo fue creciendo despacito. Pero también la enfermedad de mi abuelo se agravaba. Iba a menudo al hospital a hacerse pruebas y se pasaba muchos días en casa, tumbado en la cama. Desde la ventana de su habitación veía el jardín y me decía, gritando:
—Lo haces muy bien, Martín, ¡Eres un gran jardinero!
A mí me gustaba que me lo dijera, me sentía orgulloso, pero en el fondo estaba triste. Cuidar del jardín yo solo, sin tener al abuelo a mi lado, no era lo mismo. De vez en cuando yo miraba la ventana y él me regalaba una de sus sonrisas.
Una mañana del mes de mayo mi capullo dejó entrever el rojo de la rosa preciosa que escondía en su interior. Con el paso de los días, la flor se fue abriendo lentamente.
¡Es la rosa más bonita del mundo! —le decía a mi abuelo, excitado.
—Claro que sí —respondía él, intentando disimular su preocupación.
La salud de mi abuelo empeoraba día a día. Una mañana, cuando subí a su habitación, me pidió que me sentara en la cama, a su lado. Me cogió de la mano y me preguntó:
—¿Te acuerdas de aquel día que el coche se averió y lo llevamos al mecánico?
—Sí, sí que me acuerdo.
—El mecánico dijo que una de las piezas se había estropeado y que la tenía que cambiar. Lo tuve mucho tiempo, aquel coche —dijo mi abuelo con añoranza—, lo cuidé mucho porque lo quería.
—Es verdad. Siempre lo limpiabas, controlabas el nivel del aceite, el aire de los neumáticos...
—Y, a pesar de todo, un día el motor dejó de funcionar. Era muy viejo y no se podía reparar. —Y, tras una pausa, añadió—: El corazón de las personas, Martín, es como el motor de un coche, cuando es muy viejo deja de funcionar y no se puede reparar.
¿Tú eres muy viejo, abuelo? —pregunté preocupado, temiendo su respuesta.
—Mi corazón está cansado, un día dejará de latir y moriré.
—¡Yo no quiero que te mueras! —dije mientras lo abrazaba.
—No hay nada que dure para siempre. A veces suceden cosas que no nos gustan, no podemos evitar que ocurran aunque lo deseemos con todas nuestras fuerzas. Pero ¡aún estoy aquí! —exclamó, cambiando el tono de voz. En su rostro apareció una sonrisa—. ¿Quieres que te cuente un cuento?
Asentí con la cabeza.
«Érase una vez un ciempiés que siempre andaba atareado. Era el cartero del jardín y llevaba una bolsa llena de cartas por repartir. Era muy eficiente en su trabajo y por muy llena que estuviera la bolsa siempre entregaba puntualmente el correo a sus destinatarios. Por la noche llegaba a su casa agotado y sin ganas de hablar con su esposa ni de jugar con sus hijos. Después de cenar caía rendido en el sofá. No se enteraba de nada de lo que pasaba a su alrededor. La mujer del ciempiés se quejaba a menudo porque se sentía sola, y sus hijos se habían olvidado de que tenían un padre. Pero él no comprendía las quejas. No tenía ti empo para pensar, y cuando su mujer protestaba, le decía:
»—Tienes una casa preciosa, en la mesa no falta nunca la comida y dinero te cae del cielo. Trabajo todo el día. Hago horas extras y llego a casa muy cansado. ¿Qué más quieres?
»La mujer del ciempiés lo miraba desanimada y no contestaba porque sabía que sus palabras caían en saco roto.
»Un día, el ciempiés estaba más apresurado que nunca. No había sonado el despertador y llegaba tarde al trabajo. ¡Y eso no se lo podía permitir! Para acabar de arreglarlo, por el camino se encontró con una fila de hormigas que le cortaban el paso.
»—¡Señoras, por favor, tengo que pasar! —gritaba desesperado.
»Un poco más allá había una manifestación de lombrices que protestaban por la contaminación del subsuelo. Y es que las lombrices están muy concienciadas en temas medioambientales. Les preocupa en especial el suelo en el que viven, que últimamente está muy adulterado.
»El ciempiés estaba nervioso y caminaba tan alborotado, que no vio una rama que había delante de él, tropezó con ella y se cayó al suelo aparatosamente ante la mirada de las lombrices, que corrieron en su auxilio inmediatamente. Entre todos lo levantaron y lo llevaron a la consulta del doctor escarabajo, que, como ya sabes, es una gran eminencia. El diagnóstico no podía ser peor:
»—Te has roto noventa y nueve patas y tendrás que guardar reposo absoluto durante dos meses, y, después, sesenta días de recuperación, o sea, en total, cuenta, como mínimo, cuatro meses de baja.
»El ciempiés, que ya estaba mareado, casi se desmaya.
»¡Cuatro meses sin trabajar! —exclamó, abriendo mucho los ojos—. ¡No puedo estar cuatro meses sin trabajar!
»—Tú verás lo que haces —le dijo el doctor escarabajo, que comenzó a enyesarle, una por una, las noventa y nueve patas, y después lo mandó a su casa en ambulancia.
»A partir de ese momento la vida del ciempiés cambió radicalmente. No podía moverse. Si normalmente estaba de pésimo humor, a partir de entonces se volvió intratable. Se quejaba y refunfuñaba sin parar. ¡No había quien lo aguantara! Pasó el primer mes enfadado por todo y con todos. Pero un día, viendo la desesperación de su padre, el hijo pequeño del ciempiés se acercó a él y le dijo:
»—¿Quieres que te cuente un cuento?
»El ciempiés se quedó pasmado y sintió que algo se revolvía en su interior. Su hijo pequeño, que era un total desconocido para él, le preguntaba si quería que le contara un cuento.
»—Verás —continuó diciendo el pequeño ciempiés—, cuando estoy triste o enfadado, cuando me siento solo o tengo algún problema, mamá se sienta a mi lado, me cuenta un cuento y me abraza. Entonces se me pasa todo.
»Sin esperar respuesta, el hijo del ciempiés le contó un conto y cuando terminó lo abrazó. El ciempiés se quedó sin habla, estaba sorprendido. Nadie lo había abrazado de aquel modo. Nadie le había hecho sentir nunca lo que sentía en aquel momento. Estaba tan emocionado, que se puso a llorar. También estaba un poco avergonzado: ¡llorar delante de su hijo! Pero el pequeño ciempiés, intuyendo lo que su padre sentía, le dijo:
»—Tranquilo, no pasa nada. Mamá dice que cuando se tienen ganas de llorar hay que llorar, porque, si no, las lágrimas se quedan en el cuerpo y acaban ahogándonos.
A partir de ese día, todas las tardes el pequeño ciempiés contó un cuento a su padre y, cuando terminaba, se abrazaban con ternura. Y desde ese mismo día el ciempiés dejó de estar malhumorado. Se sentía feliz y contento, y comenzó a darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Su mujer estaba siempre ocupada en las tareas domésticas. Ella sola se encargaba de hacer la compra, lavar la ropa, quitar el polvo, fregar los platos, planchar, barrer, ordenar la casa... ¡Trabajaba mucho! También se dio cuenta de que tenía tres hijos maravillosos a los que apenas conocía, y comenzó a jugar con ellos, a oírlos, a escucharlos. Cuando se recuperó del accidente volvió a trabajar. Pero entonces ya no corría. Vio que tenía tiempo para todo. A menudo se quedaba embobado viendo las telarañas que fabricaba la araña. Hablaba con la mariquita y le aconsejaba sobre el color de los puntos que debía ponerse. Iba a las manifestaciones de las lombrices y ayudaba a las hormigas a almacenar alimentos. Disfrutaba de los días de sol y de los días de lluvia, y también del viento... Y cuando alguien tenía algún problema, le escuchaba y le abrazaba. Todos querían recibir uno de sus abrazos. ¡Imagínate cómo te sentirías si alguien te abrazara con cien brazos! Debe de ser fantástico, ¿no crees?»
¡Desde luego! —exclamé—. ¡Qué pasada!
Ese relato contenía un mensaje que, a mi edad, no llegaba a captar. Por eso mi abuelo, después de una breve pausa, añadió:
—Martín, quiero que recuerdes lo que voy a decirte, porque es algo muy importante: el tiempo pasa con mucha rapidez, y los seres vivos: las personas, los animales, las plantas..., también tu rosa, claro, nacemos, vivimos y al final morimos. Disfruta todo lo que puedas de los momentos que pases con tu rosa. Mírala, huélela, tócala, háblale... Dile que la quieres. Nunca están de más las palabras bonitas, si expresan lo que sentimos.
La rosa había abierto por completo sus pétalos y lucía toda su belleza. Yo me pasaba horas mirándola, oliéndola, tocándola, hablándole… También pasaba mucho tiempo con mi abuelo, sentado en su cama, escuchando sus historias.
A menudo me acuerdo de algo que me dijo antes de morir:
—Siempre podrás hablar conmigo, Martín. De alguna manera, las personas a las que queremos nunca dejan de estar a nuestro lado.
¡Pero no será lo mismo! —respondí—. No podré abrazarte, ni te veré, ni oiré tu voz...
—Es verdad..., no será igual, pero cada vez que salgas al jardín acudirán a ti imágenes, sensaciones, sentimientos, palabras, olores, que harán que no me olvides. Yo viviré a través de tus recuerdos. Si cuidas las plantas, si las podas, las riegas, abonas la tierra... si las quieres, la próxima primavera volverán a florecer. La vida, pese a todo, continuará y tú seguirás tu camino.
Siempre me he ocupado del jardín de mis abuelos. Cuando fui mayor y me casé, la casa de mis abuelos fue nuestra casa, de mi mujer y mía, y de los tres hijos que tuvimos. Me gustaba mucho enseñar a mis hijos a cuidar las plantas y, sobre todo, contarles historias. Al acabarse los cuentos, a menudo me miraban incrédulos y decían:
¡Sí, hombre...! ¡Esta historia te la has inventado!
Y yo, muy serio, contestaba:
—Lo que os he contado es tan cierto como que dos y dos son siete.
Maria Àngels Gil Vila
El jardín de mi abuelo
Barcelona : Bellaterra, 2007
Texto adaptado